Mariano Sanz Navarro
Cuando Teresa me llamó para pedirme que la acompañara en la presentación
de este libro, mi reacción primera fue de sorpresa. La conocía como poeta desde
la primera plaquette, Enraizó en el agua, que llevó a Los lunes
del Zalacaín y tuvo el detalle de regalarme. Desde entonces, he seguido su
trayectoria poética con Dispárame vida,
Estigma y Mini poemario, pero no
sabía que su periplo literario llegaba también hasta el relato. Ha sido una
grata sorpresa, como espero que lo sea para todo el que lea estos Amores malsanos.
El cuento (llámenle relato, historia o como quiera que resulte más de su
agrado) tiene una larga tradición en nuestra literatura y es genero por el que
siento especial predilección, quizás porque permite al escritor amante de
soluciones expeditivas, sustanciarlo en pocas sesiones. La novela requiere más
estructura, exige más detalles, localizaciones, y la construcción de un entorno
más sofisticado, o por lo menos más complejo. A partir del S.XVII, se llamó novella a la narración extensa, bien
diferenciada, precisamente por sus dimensiones, del cuento. En este, el
argumento lo es todo, sin digresiones ni personajes secundarios. Ya en 1881,
Narciso Campillo en su Retorica y Poética
o Literatura preceptiva, escribe “Novela es una narración ordenada y
completa de sucesos ficticios, pero verosímiles, dirigida a deleitar por medio
de la belleza”.
La criatura literaria que
conocemos por “cuento” no es una especie fácil de caracterizar. Quizás su
brevedad, que es la nota peculiar que con más facilidad lo distingue, es al
mismo tiempo la provocadora de las mayores dificultades, nos dirá el profesor Diez de
Revenga.
Pero, no nos llamemos a engaño, el cuento no es genero de menor merito y
esfuerzo que cualquier otro, simplemente tiene otra dimensión que quizás se
ahorma con mayor sintonía a los gustos del autor.
Del cuento dice Cervantes por boca de Cipión en “El coloquio de los
perros”: Los cuentos, unos encierran y
tienen gracia en ellos mismos, otros en el modo de contarlos; quiero decir, que
algunos hay que, aunque se cuenten sin preámbulos y ornamentos de palabras, dan
contento; otros hay que es menester vestirlos de palabras, y con mudar la voz
se hacen algo de nonada, y de flojos y desmayados se vuelven agudos y gustosos.
No es este el caso de los cuentos de Teresa, que no precisan artificio
alguno para ser agudos, aunque no sé si gustosos, pues reflejan situaciones y
actitudes que no siempre resultan bonancibles. Puede que al lector desprevenido
se le encoja el estómago en alguno de ellos, pero es ese, a mi parecer, el
objetivo pretendido por la autora: sacudir la atención del lector y mantenerla
en tensión.
Tuve la fortuna en su momento, de dar con un libro del maestro Mariano Baquero
Goyanes (los libros, como los maestros, aparecen siempre en el momento
adecuado, quizás porque todos los momento lo son), en el que se describe de
forma sucinta y esclarecedora “Qué es novela, qué es cuento”. Ese libro pasó a
ocupar un lugar destacado entre mis imprescindibles.
En el prólogo, dice el profesor Javier Diez de Revenga que el cuento es un precioso género literario
que sirve para expresar un tipo esencial de emoción, de signo muy semejante a
la poética, pero que no siendo apropiada para ser expuesta poéticamente,
encarna una forma narrativa próxima a la de la novela, pero diferente a ella en
técnica e intención. Se trata, pues, de un género intermedio entre poesía y
novela, apresador de un matiz semipoético, seminovelesco que solo es expresable
en las dimensiones del cuento. Palabras que, como apreciarán ustedes se adaptan perfectamente a nuestra autora,
que domina con soltura la poesía y que ahora traslada su buen oficio al cuento.
El cuento está ligado por la índole de su
concepción –instantaneidad, fulguración de un tema solo expresable en forma de
cuento- a la de la poesía lírica, añade Diez de Revenga.
Dª Emilia Pardo Bazán nos dirá también que nota particular analogía entre la concepción del cuento y la poesía lírica:
una y otra son rápidas como un chispazo y muy intensas –porque a ello obliga la
brevedad, condición precisa del cuento-. Cuento original que no se concibe de súbito,
no cuaja nunca. Y añade: Imagino
cuentos con sus líneas y colores, como las estrofas en la mente del poeta, que
suele concebir de una vez el pensamiento y la forma métrica.
De cuentos o relatos sabe lo que sí está escrito el excelente narrador
Pedro García Montalvo, que describe como ‘consistente’ y ‘aguerrida’ la obra de
Teresa Vicente, comenzando las esclarecedoras frases de la contracubierta del
libro con la letra E, como se habría apresurado a anotar nuestro común amigo
Manrique Cos.
Añade García Montalvo que hay dos clases de cuentos: “los que nada
pretenden y pasean su pequeño y vivo espejo ante un fragmento de la existencia,
y los relatos que quieren sorprender al lector con una revuelta, un giro”. Dice
preferir los primeros, opinión a la que me sumo salvo un ligero matiz: no es
imposible la adecuada combinación de ambos estilos de forma que, tras una
historia que discurre por senderos de cómoda placidez, acuda el autor a ese
giro, ese final sorprendente que sacuda al lector en el cómodo sendero que lo
ha conducido hasta allí. Porque el cuento, a diferencia de la novela, se
recuerda en bloque, y de forma especial si el final ha resultado impactante,
como dice acertadamente Baquero Goyanes: Un
cuento, se recuerda íntegramente o no se recuerda.
Ejemplos inolvidables tenemos en Chejov y su Bola de sebo, La dama del
perrito de Guy de Maupassant, los conejitos parisienses de Cortazar, El cerdo de Sandrone de Luigi Malerba, Que
bonita estampa de Doroty Parker, o el imperecedero Aleph de Borges, maestro de la narrativa y la poesía que, con
tantos otros hemos de recordar para siempre.
En este libro de Teresa encontraremos una buena combinación de ambas
tendencias, tratadas con adecuada soltura y agilidad, que hablan del buen hacer
que demuestra la autora en esta, su primera obra en prosa.
Los doce amores escritos de Teresa, son verdaderamente malsanos. Ya en el
primero de los relatos, encontramos: “se detuvo en su cuello y alcanzó el pecho
oyendo el corazón extrañamente pausado del joven; se recreó en su blando
estómago con la vista de su falo enhiesto que dejaba ver su glande de un rojo
cárdeno”.
Pues empezamos bien, me dije. Y proseguí la lectura, animado por aquel
principio que alimentaba sorprendentes expectativas. En efecto, los cuentos, de
una brevedad justa, mantienen un tono aterciopelado y culto que termina en la
tragedia presentida a partir de los primeros relatos.
Hay en ellos ahogados en un palmo de agua –Eliodora, Dora-, despeñados por un precipicio isleño –Biblis y Cauno-, mujeres acuchilladas en
la vagina –Actos de amor- o
parturientas a las que hay que sacarles el fruto del vientre a pedazos porque
la brevedad de sus caderas no permite otra solución- La tía Úrsula.
Por derroteros semejantes transcurren el resto de los relatos hasta
completar los doce que componen la obra, sin que haya nadie que escape a la desdicha
o la muerte, reales como la vida misma.
Pero no todo es truculencia en el libro, también hay amores tiernos, sin
que prevalezca en exceso la diferencia de género –Los siete durmientes de Éfeso- y una forma suave y elegante de contar
que eximen de brusquedad la dureza de las narraciones. También Alas prestadas constituye una excepción
en la que en el relato transcurre por
cauces de dulzura sorprendente. Aunque parece inspirado en ‘La isla del Dr.
Moreau’, conduce al lector hacia un final casi almibarado: Ya de vuelta en casa y en su cama, Gabriela, ajena a todo lo que
constituía su naturaleza, estaba abrazada al cuello de su madre, con sus alas
debidamente recogidas sobre el pecho de su padre. Calentita, se dejó
transportar al sueño bajo el falso cielo pintado de su madre.
Es este, en definitiva, un novedoso libro de cuentos que permite esperar
posteriores obras de calidad semejante. No se pierdan, los amantes del género,
estos relatos frescos y sorprendentes que no pueden dejar a nadie indiferente.