Como si la
presencia de un final esperado que se retrasa una y otra vez fuera premonitorio
y aleccionador, el escribiente de un cierto diario- que llama soplillo-, al que la circunstancias lo
encadenan, va anotando con cuidadosa atención hechos y reflexiones que la situación
le sugiere. La proximidad de la muerte le ofrece excusa para la contemplación
de su propio futuro, un futuro inexorable para todos.
Y surge la
necesidad de recogerlas por escrito porque “la escritura es como la sangre de
nuestro pensamiento” (44) y “conforme la vejez acorta nuestra talla, magnifica
nuestras orejas, las engrandece, las estira como si fuesen los pámpanos de los
racimos de una vid” (90).
Aunque a veces la
escritura le parezca un fraude, pues busca “en las palabras escritas la razón
del mundo y solo encuentro garabatos sin alma”
y su escribir devenga en “absurdo y ambivalente, bipolar y
contradictorio (45).
Como en todo lo
que se escribe, el relato es trasunto de la personalidad discreta y reflexiva
del autor: pensamientos y recuerdos desencadenados por la proximidad del final
que propician la contemplación de una realidad de la que surge la necesidad de
una catarsis inevitable y provechosa. “Florecer donde uno ha sido sembrado y
fenecer donde creció” (54)
Quiere dejar
fluir las palabra que encabalga el pensamiento, confiando en que “el poder
autónomo de las palabras saldría de mi pluma como sale el agua del manantial
cansada de aguantar más tiempo bajo tierra” (70). “Más mundo tengo yo de
puertas adentro, que pendoneando por diásporas y extrarradios” (99). “Me ha
tocado este quehacer, simplemente por ser el marido de su hija” (100).
El relato fluye,
prolijo, minucioso y extenso: una huida vana ante la muerte, “si al venir la
muerte por nosotros nos ve ocupados, tal vez pase de largo” (81), porque “a la
Carmen, más que estar enferma, lo que le preocupa, es ser una inútil, que todos
estemos pendientes de ella” (98).
Traza un mosaico
de relaciones familiares en el que se van incrustando los diferentes personajes
que conformaron el universo de la mujer a la que cuida. Aparecen los recuerdos,
vividos o imaginados por el autor, que pueblan los sueños de la anciana.
Retazos de su vida desde la infancia menesterosa, momentos malos y buenos,
guiños a la desastrosa guerra que dejó inquinas y heridos que lo serán de por
vida. “Como si el que escribe fuese un jefe de estación que con su cálamo en
alto detuviese la máquina del tiempo”, “escribo porque no quiero que se vaya de
mi boca el meloso sabor a berenjenas con queso fundido que Marina hizo anoche
para cenar” (139). A pesar de que “ya no sé si lo que escribo es lo que veo o
tal vez es fruto de un sueño entre cabezadas (115).
Serrano nos
muestra una vez más –ya lo hizo en Lugarde,
El robo del siglo, Esta sombra no es mía, 44 mundos a deshoras, y París y Nueva York- su prosa cuidada y minuciosa
que hacen la lectura agradable y propicia a la reflexión. La edición cuidada y
de agradable lectura. No se la pierdan.
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