Mariano Sanz Navarro
Este
libro de José Cubero Luna (Valencia de Alcántara, Cáceres, 1943) culmina una
serie de escritos (El resplandor de la
memoria, Sota de bastos, El archivo, Alevín de Franco, Memorias de un niño
murciano), que abarcan también la poesía (Extremadura en la distancia) y dan el perfil de un escritor
polifacético poseedor de una vena artística que se completa con el dibujo y la pintura
en las que destaca de forma notable.
Se
trata de un relato intimista, un diario cálido y vital que busca el encuentro
consigo mismo, añorando ‘la memoria olvidada’ (46) de la propia infancia, ‘del
hombre que mata al niño al olvidar su niñez’ (165), de un escritor que siempre
viaja con un libro en la mano, “talismán personal que lo protege, que lo aísla,
que lo deja al margen del general descuido y lo sumerge en el mundo mentido de
la literatura” (69).
Como
en otras obras, es recurrente mirada a la infancia de un autor que “siempre ha
anhelado lo pueril, lo banal, lo que no tiene venta material, lo que nada vale
para el común denominador de los hombres (61). Se trata, en este caso de las reflexiones
de un escritor funcionario, “un aventurero frustrado, oficinista rebelde y
soñador empedernido” (132) que podrían habérsenos ocurrido a cualquiera de
nosotros: ‘Mi hijo ha logrado que pueda comprender mejor a mi padre’ (46), ‘Debo
a la tartamudez una introspección perpetua, yo era el niño que se inventó a sí
mismo’ (51). Su mérito estriba en que acierta a poner por escrito cosas que
todos sabemos o sentimos pero que no encontramos la habilidad necesaria para
plasmarlas de una forma coherente y atractiva.
Hay
en este libro una madurez introspectiva que lo distancia de la anécdota vital
reflejada en su obra anterior ‘Memorias de un niño murciano’. Aquí se trata de
los sentimientos que el autor ha recogido a lo largo de muchos años en una
trama que tiene una palpable continuidad. Hay numerosas referencias culturales que hacen
evidente su amplia formación humanística y el acervo acumulado a lo largo de
muchos años, con un dominio ágil y plateresco del idioma, en ‘un juego
apasionante, tenaz y rocambolesco’ (54) que atribuye a sus muchas lecturas,
entre otras de Valle Inclán, y que ejerce él mismo con maestría.
Es,
como las Meditaciones de Marco Aurelio, un libro para tener a mano, para
echarle una mirada a cualquiera de sus capítulos encontrados al azar, sabiendo
que nos inducirá a una reflexión, acerba o plácida, pero siempre cercana y
útil.
El
dibujo de Guillermina S. Oró refleja el mensaje que se ha de encontrar en el
interior, la misma sencillez evocadora de los instrumentos de escritura que
serán los mensajeros de la idea del autor, y Murcialibro, en su línea
ascendente y cuidadosa en lo que representa el libro como objeto, componen la
sinfonía exterior de esta magnífica obra.
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