Labrador,
ya eres más de la tierra que del pueblo.
Cuando pasas, tu espalda huele a campo.
Ya barruntas la lluvia y te esponjas.
Ya eres casi de barro.
De tanto arar, ya tienes dos raíces
debajo de tus pies heridos y anchos.
Gloria Fuertes
El hombre apura el vaso y chasquea la lengua complacido. El vinillo de la tierra, clarete y áspero, parece menos agrio que otros años. Se complace pensando que aún le quedan tres grandes damajuanas llenas, bien selladas, durmiendo en el frescor del sótano. Calcula que le durarán hasta que las uvas maduren en octubre.
Aparta el plato, se levanta de la mesa y no puede evitar un gesto de dolor. La espalda se resiente después de un día duro. Atraviesa la puerta del cortijo y sale a la era. Es de noche y la luna creciente brilla. Faltan cuatro días para que esté llena. El hombre se sienta en el poyete junto a la puerta y se reclina contra la pared desconchada de la casa. Ha sido un día fuerte pero bien aprovechado. Se levantó al alba y, mientras los mulos daban cuenta del primer pienso fue a inspeccionar la era donde los muchachos extendían la mies. Las hijas ayudan a los hombres mientras la madre enciende el fuego y prepara los tazones de leche con achicoria. El padre saca el trillo con piedras de sílex incrustadas y prepara los atalajes de las bestias. No le gusta dejar esa faena a los muchachos que no acaban de hacerla a su gusto. Enseguida empiezan la trilla. Los mulos, engandulados todavía, se muestran remisos a emprender la marcha. El látigo que acaricia los lomos con firmeza los convence de que no valen triquiñuelas. Arrancan a un trote cochinero que no les será permitido abandonar hasta el mediodía, cuando la parva se haya reducido a polvo.
A la hora de comer el hombre ordena parar. El sol está en su zenit y fatiga en demasía a personas y animales. No corre viento. Es hora de tomar un bocado y hacer un alto hasta que el calor remita.
A una voz del amo la mujer sale de la casa con una gran sartén de rabo largo llena de migas blancas y esponjosas. En el centro, como diamantes negros, los tropezones de tocino, hígado y asadura. La coloca sobre los trébedes bajo la sombra entreverada de la parra. Los hombres se aproximan y esperan a que el patrón saque la primera cucharada. Comen despacio, a grandes bocados que mastican lentamente. A cada uno el ama le ha servido un tazón lleno de caldo caliente donde flotan pimientos secados al sol, es “el remojón” que ayuda a suavizar las migas. El amo mantiene el porrón a su lado en el suelo y lo pone en circulación cuando le parece oportuno. Los hombres, por turno, se lo echan a la cara y dejan que el hilillo trasparente les acaricie los labios entreabiertos. Después alguien saca una petaca que recorre el círculo y fuman todos en el mismo silencio concentrado. El cuerpo cansado es poco proclive a la conversación ociosa. Queda mucho día por delante.
A media tarde, cuando la sombra del cortijo se ha alargado, comienza a soplar el airecillo de la sierra. La era está situada en un altozano en el centro del valle, expuesta a los cuatro vientos. Lleva allí toda la vida. Pudo ser obra del abuelo o del padre del abuelo, vaya usted a saber. Quienquiera que fuera, sabía el oficio. Las lajas de piedra siguen firmes y encajadas como el primer día, el lugar perfecto para aventar la parva que ya está preparada. Los hombres, provistos de largas palas de encina, lanzan la mies al viento. El grano cae cerca y la paja va amontonándose, un poco más lejos, en un largo caballón adonde el viento la arrastra,
Al anochecer se acaba la faena. Los sacos de trigo se alinean junto a la pared de la casa, listos para llevarlos al granero cuando acaben de perder la humedad.
El hombre se recuesta un poco más y estira las piernas doloridas. La trilla ha terminado. Han sido días intensos, pero valió la pena. La cosecha es buena. Hay cebada y trigo suficiente para el año y aún se podrá vender una buena parte. Se trasformará en harina de primera en el molino maquilero; alimentará a hombres y animales, engordará la cochina y parirá, si Dios quiere, un buena camada; los embutidos colgarán de las cañas, cerca del techo; las orzas panzudas rebosarán de lomos y costillejas en aceite. Se avecina un buen año.
Se levanta poco a poco, tentándose los riñones que le arden y se encamina a la casa a paso lento. Mañana será otro día.
Y un estupenda versión en audio de Tony Suarez: