domingo, 19 de julio de 2020

CUADERNOS DE TIERRA


Es larga la tradición de los libros de viajes desde que Odiseo emprendiera el suyo, dando tumbos por el Ponto Vinoso para volver a los brazos de su amada y a la paz de su hogar. Los árabes recogieron la tradición griega animados por su obligación de visitar La Meca que los llevaría a grandes periplos: Los relatos de Ibn Battuta, León el Africano, Ben Arabí, Domingo Badía (Alí Bey) y tantos otros son buenos exponentes de ello. Algo se nos debió pegar a los europeos de la tradición árabe y fueron muchos los viajeros que nos dejaron memoria de sus periplos, desde Washington Irving hasta Stendal pasando por Goethe, Pla, Moratín, Blasco Ibáñez, Emilio Castelar y tantos otros. Idoia Arbilaga ha reunido en un estupendo ensayo –Estética y teoría del libro de viajes- a la gran mayoría. Más cercano y de inevitable referencia cuando se trata de un viaje peripatético, es el de Camilo José Cela a la Alcarria.
Para escribir un libro de viaje se precisa, además de la cualidad del observador que repara en detalles, a veces nimios pero siempre interesantes para el lector, la habilidad de pluma para trasladar al papel la fotografía escrita que los fije para siempre. Esa facilidad tiene Manuel Moyano, que se incorpora al número de los narradores de viajes, utilizando una prosa elemental y limpia, como sencillo es el recorrido que se propone.
¿Que impulsa al escritor a alejarse de casa “una madrugada de agosto caminando por la orilla de cierto río”? ¿La curiosidad, el hastío, el afán de alejamiento de lo cotidiano y monótono, el acicate de la aventura, el conocimiento de sí mismo, la búsqueda de soledad? Seguro que no hay una sola razón, sino una adecuada combinación de ellas. “Simplemente quería caminar, dormir donde me sorprendiera la noche, alejarme de todo durante unas jornadas. De vez en cuando, el animal que habita dentro de nosotros necesita huir de la rutina para sentirse libre” (19). “Hacer el camino a pie tal vez sea el único modo autentico de viajar” (81), nos dice.
Sea cual fuere la razón -que ha de permanecer soterrada en la intención del viajero-, Moyano nos ofrece el relato de un conjunto de paseos que componen la travesía a lo largo de nuestro familiar río y algunos afluentes de menor cuantía. Una serie de historias y reflexiones en las que nos invita a acompañarlo con el agrado silencioso de un camarada evanescente, porque “caminar en solitario te traslada a una dimensión diferente” (42).
El caminante novato fracasa en el primer intento a los tres días,  quizás impresionado por la historia del búlgaro que se dedicaba a trocear a las personas que lo recogían en auto estop. Da por concluido el recorrido en Socovos afectado de un esquince y regresa al confortable hogar. Será esa primera experiencia la que lo impulse a emprender de nuevo el camino al verano siguiente y en los sucesivos, ampliando su radio de acción hasta el río Mula primero, Albacete, Orihuela y Callosa luego, para concluir en el valle del Vinalopó. El recorrido le permitirá conocer la sencilla gastronomía de fondas y bares y alojarse en modestos hostales cuando hay suerte. Cuando no, la amplia tierra bajo las estrellas y el resguardo umbrío de los árboles.
El hilo conductor de sus viajes es la crónica de hechos luctuosos de ambiente campesino con los que se encuentra en su peregrinaje. Relatos truculentos que va recabando de los lugareños para luego describirlos con maestría y convertirlos en crónicas interesantes de tinte morboso. Y no sigo so pena de ser acusado de hacer spoiler (cayendo en la memez de remitirme a vocablos que no por ser modernos y explícitos dejan de ser cursis).
Cuadernos de tierra es una lectura cercana y placentera que nos remite a parajes conocidos por cuya cercanía seguramente hemos transitado agobiados por la prisa sin reparar, como el autor hace, en la belleza de lo natural y próximo.
Un delicioso paseo por sendas y cañadas de la mano de un escritor que nos muestra con soltura y elegancia la crónica de sus andanzas. Un consejo de amigo: no se lo pierdan.
 
Mariano Sanz Navarro