Es larga la tradición de los libros
de viajes desde que Odiseo emprendiera el suyo, dando tumbos por el Ponto
Vinoso para volver a los brazos de su amada y a la paz de su hogar. Los árabes
recogieron la tradición griega animados por su obligación de visitar La Meca
que los llevaría a grandes periplos: Los relatos de Ibn Battuta, León el
Africano, Ben Arabí, Domingo Badía (Alí Bey) y tantos otros son buenos
exponentes de ello. Algo se nos debió pegar a los europeos de la tradición
árabe y fueron muchos los viajeros que nos dejaron memoria de sus periplos,
desde Washington Irving hasta Stendal pasando por Goethe, Pla, Moratín, Blasco Ibáñez,
Emilio Castelar y tantos otros. Idoia Arbilaga ha reunido en un estupendo
ensayo –Estética y teoría del libro de
viajes- a la gran mayoría. Más cercano y de inevitable referencia cuando se
trata de un viaje peripatético, es el de Camilo José Cela a la Alcarria.
Para escribir un libro de viaje se
precisa, además de la cualidad del observador que repara en detalles, a veces
nimios pero siempre interesantes para el lector, la habilidad de pluma para
trasladar al papel la fotografía escrita que los fije para siempre. Esa
facilidad tiene Manuel Moyano, que se incorpora al número de los narradores de
viajes, utilizando una prosa elemental y limpia, como sencillo es el recorrido
que se propone.
¿Que impulsa al escritor a alejarse
de casa “una madrugada de agosto caminando por la orilla de cierto río”? ¿La
curiosidad, el hastío, el afán de alejamiento de lo cotidiano y monótono, el acicate
de la aventura, el conocimiento de sí mismo, la búsqueda de soledad? Seguro que
no hay una sola razón, sino una adecuada combinación de ellas. “Simplemente
quería caminar, dormir donde me sorprendiera la noche, alejarme de todo durante
unas jornadas. De vez en cuando, el animal que habita dentro de nosotros
necesita huir de la rutina para sentirse libre” (19). “Hacer el camino a pie
tal vez sea el único modo autentico de viajar” (81), nos dice.
Sea cual fuere la razón -que ha de
permanecer soterrada en la intención del viajero-, Moyano nos ofrece el relato
de un conjunto de paseos que componen la travesía a lo largo de nuestro familiar
río y algunos afluentes de menor cuantía. Una serie de historias y reflexiones
en las que nos invita a acompañarlo con el agrado silencioso de un camarada
evanescente, porque “caminar en solitario te traslada a una dimensión
diferente” (42).
El caminante novato fracasa en el
primer intento a los tres días, quizás
impresionado por la historia del búlgaro que se dedicaba a trocear a las
personas que lo recogían en auto estop. Da por concluido el recorrido en
Socovos afectado de un esquince y regresa al confortable hogar. Será esa
primera experiencia la que lo impulse a emprender de nuevo el camino al verano
siguiente y en los sucesivos, ampliando su radio de acción hasta el río Mula
primero, Albacete, Orihuela y Callosa luego, para concluir en el valle del
Vinalopó. El recorrido le permitirá conocer la sencilla gastronomía de fondas y
bares y alojarse en modestos hostales cuando hay suerte. Cuando no, la amplia
tierra bajo las estrellas y el resguardo umbrío de los árboles.
El hilo conductor de sus viajes es la
crónica de hechos luctuosos de ambiente campesino con los que se encuentra en
su peregrinaje. Relatos truculentos que va recabando de los lugareños para
luego describirlos con maestría y convertirlos en crónicas interesantes de
tinte morboso. Y no sigo so pena de ser acusado de hacer spoiler (cayendo en la memez de remitirme a vocablos que no por ser
modernos y explícitos dejan de ser cursis).
Cuadernos
de tierra es una lectura cercana y placentera que nos remite a parajes
conocidos por cuya cercanía seguramente hemos transitado agobiados por la prisa
sin reparar, como el autor hace, en la belleza de lo natural y próximo.
Un delicioso paseo por sendas y
cañadas de la mano de un escritor que nos muestra con soltura y elegancia la
crónica de sus andanzas. Un consejo de amigo: no se lo pierdan.
Mariano Sanz Navarro