Mariano Sanz Navarro
Conocí a Miguel Ángel Hernández en la entrega de premios del I Concurso Club Renacimiento, en el que yo había quedado finalista. Me impresionaron su rotunda humanidad y su mirada inquisitiva, quizás algo impostada. También sus dotes de ágil conversador. En el corrillo que se armó después alrededor de la barra en la empresa que patrocinaba el evento, comprobé la facilidad con que engullía las cervezas. Marisa López Soria, que con él y Manuel Moyano formaban el jurado, me dijo en un aparte “¿No lo conoces?, es muy bueno”. ¿Como Moyano? En otro estilo. Y las opiniones literarias de Marisa no deben echarse en saco roto. Tengo que hacerme con alguno de sus libros, me dije mientras acarreaba hasta el coche la caja de quintos que nos habían regalado como premio de consolación.
Conocí a Miguel Ángel Hernández en la entrega de premios del I Concurso Club Renacimiento, en el que yo había quedado finalista. Me impresionaron su rotunda humanidad y su mirada inquisitiva, quizás algo impostada. También sus dotes de ágil conversador. En el corrillo que se armó después alrededor de la barra en la empresa que patrocinaba el evento, comprobé la facilidad con que engullía las cervezas. Marisa López Soria, que con él y Manuel Moyano formaban el jurado, me dijo en un aparte “¿No lo conoces?, es muy bueno”. ¿Como Moyano? En otro estilo. Y las opiniones literarias de Marisa no deben echarse en saco roto. Tengo que hacerme con alguno de sus libros, me dije mientras acarreaba hasta el coche la caja de quintos que nos habían regalado como premio de consolación.
Y
dicho y hecho: El instante de peligro,
Aquí y ahora, diario de escritura y El dolor de los demás. En ese orden los
leí. En ese orden me impresionaron, en ese “crescendo”. Desde el principio la
sorpresa y el placer de la buena literatura. Después, la facilidad con que
desnuda a los personajes delante del lector, con una ausencia de pudor total. Penetrar
en los sentimientos es algo que, quizás por no estar dotado para ello, valoro
de forma especial. Y Miguel Ángel lo logra de forma plena.
El instante de peligro, finalista del Herralde, nos permite
asistir a una trama bien construida, con
un ritmo sereno y continuado que mantiene la atención y el interés por el
desarrollo de la historia. El devenir de unos personajes cuyo objetivo es
“viajar por el mundo tratando de encontrar fotografías y objetos en los que
reconocerse” (25), porque “el arte surge cuando de entre todas las
posibilidades se elige no la más correcta o la más lógica sino la única
posible” (191). Ni que decir tiene que la formación en arte del autor aparece
por todos sitios, como El Yeguas.
En
Diario de escritura el ritmo es más
trepidante, la acción tan vertiginosa que produce asombro, a veces
incredulidad. Y el uso de la segunda persona –difícil y poco frecuente- le da
el tono justo de proximidad-lejanía, si el oxímoron es permisible. Una catarsis
reparadora, quizás relajante, al tiempo que se construye otra obra.
Casi
de forma natural, ambos desembocan en El
dolor de los demás, también en primera/segunda persona, a mi juicio obra más
cuajada, donde el autor acaba de profundizar en la autopsia visceral que deja a
la vista los entresijos de su espíritu. Una historia truculenta, (Hace veinte años, una Nochebuena, mi mejor
amigo mató a su hermana y se tiró por un barranco), como las tantas que se
pueden encontrar en los archivos policiales de nuestra tierra, pero que
necesitan “la mano de nieve que sabe arrancarlas” para ponerlas a nuestro
alcance. Ese es el mérito del autor. Todos tenemos historias que contar, pero
no todos sabemos contarlas.
La
novela tiene un final abierto, tanto como las desconocidas motivaciones de los
hechos que relata, en que “los monstruos no existen. Al menos no separados de
las personas que los transportan” (294) y “nada se borra del todo, ni el bien
ni el mal, el pasado permanece y nos acompaña eternamente, como una sombra que
no siempre podemos descifrar” (295).
Las
razones ultimas del hecho bárbaro que la novela relata, pasados ya veinte años,
permanecerán para siempre en el limbo de las cosas inexplicables, pero su
narración en dos tiempos reflejo de dos formas de vida bien diferentes, constituyen
motivo para la reflexión autobiográfica. Quizás como bálsamo imprescindible
para exorcizar fantasmas encerrados durante tanto tiempo en el baúl de los
recuerdos indeseados. “En la era de la transparencia, cuando todo debe ser
dicho y conocido, tal vez sea necesario que ciertas imágenes permanezcan para
siempre al otro lado del espejo, más allá de la visión, en el envés de la
mirada” (281), porque “el pasado es denso, respira, se mueve hacia nosotros”
(66).
En
los tres libros, obviamente en el diario, además de una visión realista –a
veces cruel- de nuestra huerta, hay una marcada tendencia a la auto reflexión
que hace al lector empatizar fácilmente con el autor, al que se asemeja en
muchos aspectos y quizás envidia no asemejarse en algunos otros: un personaje
amable, cercano y con defectos de forma y fondo, que muestra sin recato y lo
hacen próximo y entrañable.
Imprescindibles
lecturas las tres. Y desde luego, la promesa de pasar por El Yeguas cuanto
antes.