Es
un dicho común entre los beduinos del Sahara que no se conoce por completo a
una persona hasta que se ha viajado con ella. Yo he viajado con Alejandro en
varias ocasiones, algunas en circunstancias difíciles, lo que me ha proporcionado
cierta facilidad para acercarme a la persona y más tarde a su obra, que he ido
desmenuzando a lo largo de los años; quizás por eso me avecino a ésta con el
cariño del camarada y la curiosidad del que también se permite algún escarceo
literario.
El
libro que nos ofrece ahora -en estupenda edición de ‘La Fea Burguesía’- es la
crónica de un viaje –quizás varios- por tierras tan lejanas y desconocidas que
resultan sorprendentes, casi mágicas, para el común de los mortales de este
lado del mundo.
Allá abajo, en el confín, es una crítica
mirada sobre el paisaje que condiciona de forma definitiva la existencia de los
seres que lo pueblan y expone con crudeza las dificultades a las que viven
sometidos, una sabia mezcla de las crónicas extraídas de las lecturas que va
desgranando a lo largo de la obra, constatadas por la experiencia inmediata del
experto viajero que se deja empapar por la realidad que lo circunda a cada paso
del recorrido. La multitud de referencias que disecciona como cirujano experto
van convirtiéndose en su guía dejándonos -como Pulgarcito los guijarros o las
migas de pan-, un rastro imborrable para el que tenga la curiosidad de
seguirlos.
Lo
que haya de crónica extraída de las lecturas y de experiencia directa, es
amalgama que queda a la facultad del autor.
La
obra se estructura en tres apartados, TIERRA, AGUA y VIENTO que responden a
tres realidades geográficas diferentes, aunque próximas, y a tres grupos
humanos distintos. Los tres relatos están incardinados por un denominador
común: el retrato de la feroz injusticia de unos hombres y estamentos
prepotentes y crueles sobre sus semejantes a los que se priva de la condición
humana para acabar exterminándolos.
TIERRA
arranca con el impactante ritual propiciatorio de una machi (‘mujer que atesora conocimientos ancestrales, médium de lo
intangible y curandera’ (23) que mantendrá atrapada la atención del lector
hasta el final de las letras, pues ‘el tema Mapuche nunca ha dejado de estar
presente en la historia chilena y en la redefinición de lo Chileno’ (26), como reflejó
Alonso de Ercilla, hacia 1557, ‘cobijado en su tienda de campaña en las noches
de lluvia, viento y frío, en tensión permanente por la posibilidad de un ataque
enemigo y alumbrado por una vela, componiendo su grandioso poema, La araucana’ (28).
La
llegada de los conquistadores españoles dará al traste con la vida mapuche a
pesar de los intentos infructuosos de los Parlamentos en que ambas partes se
esforzaban por tender unos puentes que acabaron desmoronándose. Los españoles
hubieron de reconocer su incapacidad de dominar aquella tierra por la violencia,
y los mapuches aceptaron con resignación que la presencia española en sus
tierras era irreversible. Los misioneros salesianos completaron la faena hasta
que en 1881 fue arrasada la resistencia mapuche, ‘se decretó la Araucanía como
propiedad fiscal y se procedió a colonizar las tierras’. (53).
En
AGUA, el autor se adentra en ‘un laberinto de canales, bahías e islas’ (83) que
a decir del capitán James Cook cuando visitó el canal Beagle en 1774, ‘No hay
en la naturaleza otro sitio que presente tantas salvajes y horripilantes
visiones’. Nos introduce en el ‘mundo de los canoeros’ que ‘construían sus
viviendas a partir de una estructura de ramas curvadas recubiertas de pieles,
rápida de levantar y desmontar’ (87), en el mundo kaweskar, del País de
Ayayema, vecino a los yaganes sobre los que Darwin haría desafortunados
comentarios. Nos llevará a conocer a los onas o selknam, ‘gente de a pie’ de la
Isla Grande de Tierra de Fuego que se movían en torno al Lago Fagnano y se
alimentaban de guanacos, hasta que aquella tierra se convirtió en un atractivo
polo ‘para aventureros, desarraigados o soñadores’ (118) lleno de docenas de
millones de ovejas. Los últimos selknam fueron cazados por los aventureros
europeos como si fueran alimañas.
El
ultimo hito en el peregrinar del autor –VIENTO-, es la Patagonia argentina,
Puerto San Julián, que guarda memoria desde los tiempos de la expedición de
Magallanes de 1520 hasta que se convirtió en el primer productor mundial de carne
y lana a principios del S. XX. Allí vivieron los originarios pobladores
–aonikenk y teleuches- hasta desaparecer estragados por las enfermedades y el
alcohol llevados por el hombre blanco.
Hacia
1920 se había consolidado la ganadería en la Pampa argentina y establecido el
sistema de transporte en enormes carros de ocho caballos, hasta el pie de los
dos ferrocarriles que llegaban hasta las grandes ciudades. Las terribles
condiciones de trabajo de los miles de operarios extranjeros en la Pampa tienen
como resultado la huelga masiva de trabajadores rurales de 1920. Las ultima páginas
del libro están dedicadas a narrar sus consecuencias y el exterminio de gran
parte de los revoltosos.
Hay
muy pocos juicios de valor a lo largo del libro, Alejandro expone antes que
opinar, el lector queda emplazado a enfrentarse con esa categoría arrostrando
la responsabilidad de su propio juicio. Un trabajo de historiador absolutamente
recomendable en el que cada uno podrá extraer sus propias conclusiones sobre
las consecuencias de las colonizaciones en general y de las que aquí se trata
en particular. En definitiva, del comportamiento de unas sociedades ‘más
avanzadas’ sobre otras, y preguntarse dónde reside la razón moral para
sustituir a los habitantes de una tierra –después de exterminarlos- por otros
que disfrutan de un estatus más poderoso o más avanzado desde el punto de vista
de la ‘civilización’.
No
se lo pierdan.