jueves, 11 de agosto de 2016

OLORES

Nunca pudo recordar cuándo empezó a manifestarse aquella extraña cualidad que había de acompañarle para siempre. Las imágenes más antiguas de su memoria eran un cuerpecillo regordete e indefenso rodeado de sabanas espumosas y de la infinita panoplia de olores que le invadían: olor a espliego de las sabanas, olor agrio de sus orines, olores corporales entremezclados con fragancias, algunas repugnantes, de las personas que se inclinaban sobre la cuna musitando tonterías como si él las entendiese. Pronto se dio cuenta de que el mundo estaba compuesto de elementos que tenían un olor característico, un olor que solo él era capaz de percibir. Eso lo sumió, al principio, en una extraña desazón. Sentirse diferente no resulta cómodo, pero aprendió enseguida que no podía compartir aquella percepción con nadie. Sus primeros amigos no sabían de qué les hablaba. Para ellos no existía el olor a comida rancia, a polvo de siglos, a vetustez y carcoma que flotaba por todo el colegio. Ni el acre olor corporal que salía de las sotanas con patina de siglos de sus maestros, ni el pimpante olor a primavera cuando, a primeros de abril se abrían las ventanas. Los demás parecían no tener narices; para él eran su medio de contacto con el mundo. Los olores eran como un arco iris donde caben todos los colores: cada cosa tenía el suyo y cada olor hablaba  del objeto o la persona de donde procedía. Los objetos hermosos tenían olores agradables. Los feos, olores “negros”, igual que las personas; unas eran amables, acogedoras, buenas, atractivas; esas tenían colores hermosos, blancos, olores que le llegaban hasta el fondo del estómago y le hacían sentirse feliz cuando se acercaba a ellas. Otras tenían olores oscuros, repugnantes que trasmitían sus sentimientos de mezquindad, avaricia o egoísmo. Su cercanía le provocaba un malestar que lo hacía palidecer y le bañaba la frente en sudor. A veces fantaseaba con la posibilidad de asfixiarlas lentamente mientras respiraba todas las gradaciones de olor que tendría el miedo a medida que la muerte fuera penetrándolas. Era una fantasía recurrente, y le agobiaba la certeza de que algún día, cada vez más cercano, se vería obligado a realizarla.
No fue hasta muchos años después que leyó El Perfume y supo que no estaba solo.


Este relato fue publicado en el libro Con un par de narices de La Esfera cultural, en Marzo de 2012.

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